Aquella noche en la
cuidad fue diferente a todas las anteriores que había vivido allí, eran las fiestas
y todo estaba abarrotado de gente, las luces brillaban y la música sonaba por
todas partes, hacía calor. Todos los que me rodeaban bailaban, saltaban y gritaban
como si el mundo esa noche fuese a acabarse. Ella estaba allí, entre aquella
multitud. Había una fuente no muy lejos de donde estaba, que era donde iba de
vez en cuando, cuándo el cuerpo lo pedía. A lo largo de la noche ya había ido
varias veces, y no me extrañó que ella pidiese que la acompañase a beber. Como
siempre, para no perdernos por la marabunta de gente, nos dimos la mano y
pasamos entre ellos hasta alejarnos del barullo de gente. Cuando ella terminó
de beber agua, se sentó a un banco a esperar que yo bebiese.
Terminé y me senté a su lado, la dije ‘deberíamos volver’,
ella se enfurruñó, no quería. Bromeamos un rato, con que allí se estaba mejor,
la noche era cerrada pero si tenías paciencia suficiente podías encontrar
alguna estrella tímida que no brillaba mucho. Era cierto, la noche estaba más
calmada, allí parecíamos estar solo nosotros.
No sé muy bien por qué, qué cable se me cruzaría, pero
mientras ellas me contaba algo me acerqué y la besé, nuestros labios apenas
llegaron a rozarse más de un segundo, lo suficiente para notar algo. No tardé
en ver que ella buscaba más, pues al separarme sus ojos seguían cerrados. La
volví a besar, y no mucho después, no sabría cómo medirlo en minutos, me aparté
despacio, me levanté y me alejé hacia un pequeño parque cercano. Ella me siguió,
me había colgado de unas barras que había por allí, no sé muy bien por qué,
quería provocarla, ver que hacía, fijarme en su reacción. Que se acercase. Era
casi como que pidiese más besos. Entonces me bajé, me acerqué a ella, puse mis manos en sus caderas, me apreté un
poco contra su cuerpo y la volví a besar. Esta vez besos más largos, de esos
que sabes que al acabar uno, solo vendrá una pausa lo suficientemente larga
como para coger aire y volver a besar.
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