miércoles, 3 de abril de 2013

Todo puede cambiar.


Se quedo mirando, hipnotizada, como si todo en lo que ella creía se estuviera desvaneciendo de repente, pensó, tumbada en el suelo, donde solo el césped que se movía a su alrededor le recordaba que aún estaba viva, que aún había esperanza ¿para qué? es algo que ella misma tenía que averiguar, las cosas aún no venía hechas.
Todo ocurrió tan deprisa, apenas pensó lo que hacía, hizo lo que tantas y tantas veces le había salido bien, se “dejo llevar”, pensaba que ahí los errores nunca la encontrarían que si hacia lo que “estaba destinado que pasase”, nada malo podría llegar hasta donde estaba, pero no todas las historias tienen un final feliz, ni todos los sueños se hacen realidad.
Un día, a ella le daba igual cual, al fin y al cabo, cuando un día terminaba venía otro para seguirle, no era importante distinguirlos, tan solo se levantó como tantas y tantas veces lo había hecho antes, 17 años llevaba repitiendo la misma rutina, eso son 6.208 días, es decir, 148.920 horas, Dios sabe los segundos que el sol la había contemplado en ese mismo sitio al que nunca se cansaba de ir. Cada mañana de verano, se levantaba, se ponía aquellas zapatillas que su abuela le había regalado, esas que tenían ovejitas y eran enteras de algodón, se iba arrastrando a la cocina por el cansancio acumulado tan solo de soñar, desayunaba esos cereales que parecían galletas en miniatura de chocolate, mientras entreveía esos dibujos que su hermana la obligaba a soportar día tras día, la quería mucho. Una vez que su tazón estaba completamente vacío se iba al baño a darse esa ducha en la que, mientras el agua recorría cada centímetro de su ser, parecía susurrarle “buenos días” al oído, ella lo agradecía, a veces hasta contestaba un “buenos días a ti también”, no era una persona más rara que los demás, tan solo sabía apreciar esas cosas que nadie más era capaz de ver. Fuera hacía frío, si, estaba en verano, pero aún así, se duchaba con el agua caliente y al salir, había cierto cambio de temperatura que, a ella, le gustaba experimentar, se vestía siempre con la misma lentitud, dejando que la ropa la acariciara al ponérsela, a veces hasta cerraba los ojos pensando que era él.
Se iba a su cuarto y abría un viejo cajón, donde tenía su más preciado tesoro, una vieja cámara de fotos compacta que tenía los suficientes mega píxeles como para que en una cara pudieran distinguirse los rasgos más significativos de la persona, ella creía en que “se podía sacar el máximo con el mínimo”. Cada mañana, después de repetir esta rutina, salía de casa con aquella vieja amiga, fotografiaba todo aquello que nadie hubiese fotografiado, cada detalle imperceptible de aquello que se cruzaba cada día, lo mismo era una piedra en medio de la carretera y todos los coches acercándose a ella desde la otra punta de la calzada o los filamentos de nailon que componían las cuerdas de aquel parque de niños, al lado del que siempre se tumbaba a descansar mientras el césped, mecido por el viento la acariciaban la cara.
Eran cosas mágicas para ella, cosas que el resto del mundo no sabría apreciar, porque no todo el mundo salía a la calle con el único propósito de sacar fotos, y mucho menos de tumbarse en medio de un parque para niños, para ver como las nubes eran capaces de moverse a miles de kilómetros por encima de ella, le gustaba ser como era, se consideraba un ser único, no le molestaba no sentirse comprendida sabía que era joven para eso, tenía mucha vida por delante para encontrar a alguien que la entendiera tal y como era.
Un día de esos de verano, ocurrió aquello que pensó que a alguien como ella jamás le iba  a ocurrir, volvió a casa tarde como si en ella nada hubiera cambiado y pensó en inmortalizar aquello que, al fin y al cabo era algo diferente en su rutina, llegó a casa, ya había cenado fuera, le gustaba que las pocas estrellas que se podían observar en el cielo fueran testigos de aquel sándwich de jamón york y queso que siempre se comía en el mismo banco, después solo tuvo que buscar un cuaderno, su cuaderno de cosas imposibles, y empezar a escribir:
Descubrí, que no estaba cambiando, que no cambié nunca, que no tenía intención de cambiar más adelante. Me quedé allí tumbada en el suelo, percibiendo como el resto del mundo de movía, mientras yo, tan solo respiraba inconsciente, me gustaba pasarme allí las horas muertas del día, admirando como el resto del mundo vivía ocupado, pensando ¿Cómo es posible que todo el mundo tenga tantas cosas que hacer al mismo tiempo?, aún no le encontré respuesta a mi propia pregunta. Yo seguía allí, escuchando cada sonido de tacón, cada respirar acelerado de las personas que andaban con prisa, el movimiento de la hierba debajo de mí causada por la brisa que aquella tarde me hacía compañía.
En aquella inmensa soledad, en la que yo sola, había conseguido sumirme. Noté una presencia, no me estaba tocando, pero sabía que estaba detrás de mí, dejé que siguiera explorando su alrededor, mientras el mío menguaba con cada paso que se acercaba a mí. Se movía despacio, no hacía movimientos que pudieran delatarle. Se sentó a mi lado, lejos, me parecieron kilómetros, no quería que percibiera su presencia, aunque ya la tenía interiorizada.
Abrí los ojos. Ahí estaba, no dejaba de mirarme, lo sé, porque yo tampoco dejaba de mirarle a él. Empezó a temblar cada parte de mí, sin que yo pudiera ponerle ninguna clase de remedio, empecé a pensar porque estábamos en aquella extraña situación, mis preguntas,  quedaron sin respuesta.
Se estaba acercando, su aroma se fue convirtiendo en el mío, permanecí boca arriba, hasta que conseguí vislumbrar que él seguía mis pasos tan fielmente, que terminó en el mismo sitio que yo, solo que unos centímetros por encima.
No dejaba de mirarme, no me intimidaba, me gustaba saber que era su centro de atención, al igual que él, era el mío. No pude aguantar así mucho tiempo, necesitaba más, quería más. Dejé de pensar, mis ojos se volvieron a cerrar, recortaban distancia de los suyos, el final de su respiración daba comienzo a la mía, se acerco a buscarme, no tardamos mucho en encontrarnos. Empecé a sentirle a él, dejé de tener consciencia de lo que hacía.
No soplaba la brisa que me había estado acompañando aquella tarde, no se oían los tacones, no se oían  los pasos, solo escuchaba su respiración, y la mía. Parecía que nos habíamos sincronizado, que en algún momento dejamos de ser dos personas y pasamos a ser solo una.
Me dejé caer con suavidad, apenas percibí mi peso, me sentí como una burbuja flotando en el aire, él me sostuvo, se inclinó del todo, simplemente me concedía cada capricho que se me iba ocurriendo pedirle. Aquel día se confirmó que, si el sueño es lo suficiente importante para la persona que lo sueña, y nunca se da por vencida, se puede cumplir y repetir tantas veces como ella quiera vivirlos.
Dimos vueltas, muchas vueltas, nadie sabe cuántas veces despeinamos al césped, ni cuantas más se tendrá que volver a peinar en nuestra ausencia. Nos costó ponerle fin a aquello que se me antoja llamar sueño, pero lo mejor aún estaba por llegar. Cogió mi mano, a penas pensó en el gesto, le salió solo, fue inercia, fue de aquellas cosas que te hacen pensar.
Estuvimos caminando, las calles aquel día eran eternas, nunca había visto brillar tanto esta ciudad, no percibía nada, era un cuerpo inerte que seguía al suyo sin saber muy bien, donde estaba el final de nuestro camino. Llegamos, no sabría decir donde, pero aquella era la segunda vista más bonita de aquella noche, la primera iba de mi mano. No tenía comparación sobra la faz de la tierra.
Soñé tantas veces con ese momento, que cuando lo estaba viviendo me pareció que estaba en uno de mis sueños, que al abrir los ojos volvería a mi cama, que aquello nunca llegó a pasar nunca. No sería decepcionante, sería otra manera de vivir un sueño.
La tarde se despidió de nosotros, la oscuridad quedó vencida por millones y millones de bombillas que brillaban de mil colores aquel día, como si todo estuviera pensado para nosotros, como si la balanza estuviera inclinada a nuestro favor, como si no hubieren más personas en el mundo y todas estuviesen pensando en nosotros.
Me apretó aún más la mano, una oleada de calor me recorrió entera, eso fue lo que me hizo saber, que aquel día, no estaba soñando, que era real, que él estaba allí, conmigo, a mi lado. Deje ver mis dientes entre mis labios por primera vez en mucho tiempo, al mismo tiempo me pareció vislumbrar los suyos, aprendimos el poder que tenía una sola sonrisa, lo que ella producía en una sola persona y todo lo que podía transmitirle a los demás.
Empezamos a descender de donde nos encontrábamos, giramos una esquina, una fuerte ráfaga de aire nos empujo en dirección opuesta a la que nos dirigíamos, me abrazó con fuerza; el aire duró un instante nada más, lo suficiente como para que dejara de tener calor. Aquel abrazo duró más que ningún otro que haya recibido antes, fue especial, nos separamos, él se percató de aquella lágrima, no permitió que llegara al suelo, su mano la apartó de su trayectoria original, su otra mano se colocó simétrica a la primera en el otro lado de mi cara, le debí de parecer el ser más débil de universo; su respuesta a mi pensamiento fue aquel beso que me regalo, mientras la poca brisa que llegaba, alborotaba mi pelo.
Se me hizo eterno, no quería que terminase, había soñado demasiadas veces aquello, como para no vivirlo. Nos separamos de nuevo, su mano soltó a coger la mía y apenas se nos volvió a distinguir.”
Lo había soñado tantas veces con que algo así pasara, que a veces, de tanto pensarlo, llegaba a casa con la sensación de haberlo vivido. Es triste, si, pero ella estaba feliz sabiendo que algún día algo así iba a ocurrirle. Como he dicho antes, no tenía prisa, era una chica que sabía que cada cosa tiene su momento y que por mucho que quisiera adelantarlo, cuando tuviera que llegar, llegaría.
No era la primera vez que en aquel diario escribía cosas así, ya había soñado en aquel parque, más de una situación como aquella, en realidad ella no lo consideraba como algo malo hacerlo, ella se lo pasaba muy bien mientras imaginaba todas aquellas cosas reales que en el fondo no esperaba que pasaran nunca.
Terminó el verano, y con él final del verano, llegó el otoño y con éste el principio del instituto. Aquel otoño, decidió que tenía que hacer amigos. Ella no llamaba a nadie así, para ella todos eran compañeros. No es que le cayesen mal, es que no hacía lo que hacían ellos, era diferente, su forma de pensar, su forma de vestir…
Ella se esforzó, intentó parecerse todo lo que pudo a sus compañeros de clase, sin dejar de ser ella misma, digamos que cambio en todo lo que no la definía como persona y creó de nuevo en ella, todo lo que no había creado antes, es decir, que sin cambiar, consiguió parecerse de algún modo a ellos. Podríamos decir que lo consiguió, pero pasó algo que ni siquiera ella podría haberse imaginado nunca.
Uno de esos días en los que salía, como otros tantos, del instituto, pasó al lado de un grupo de compañeros, como ella decía, que la invitaron a quedarse con ellos a hablar de las clases como hacían cada día. Eso ocurrió un día, y al día siguiente, al siguiente también. Pasaron los meses, y hablar en la puerta del instituto con aquel grupillo de chicos se convirtió en su asignatura favorita del día, pasó de no ser nadie en aquella clase a ser parte de algo.
Al final de año se dio cuenta de algo, puede que no consiguiera cumplir aquello que un día escribió en su cuaderno de cosas imposibles, pero consiguió cumplir aquello que creía tan imposible que ni siquiera se atrevió a escribirlo, había conseguido aquello que nadie creyó nunca que pudiese lograr. Había conseguido amistad, había conseguido amigos. Desde aquel día aprendió a ver las cosas grandes de la vida que podía ver todo el mundo, sin embargo, nunca dejó de ver las pequeñas que sólo ella apreciaba. Ese cuaderno en el que escribía esas cosas imposibles lo dejó apartado, lo metió en un cajón y se olvidó de él, en su lugar cogió otro cuaderno, éste estaba en blanco, solo ella sabe lo que hay en él escrito...


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