Se quedo mirando, hipnotizada, como si todo en lo que ella creía
se estuviera desvaneciendo de repente, pensó, tumbada en el suelo, donde solo
el césped que se movía a su alrededor le recordaba que aún estaba viva, que aún
había esperanza ¿para qué? es algo que ella misma tenía que averiguar, las
cosas aún no venía hechas.
Todo ocurrió tan deprisa, apenas pensó lo que hacía, hizo
lo que tantas y tantas veces le había salido bien, se “dejo llevar”, pensaba
que ahí los errores nunca la encontrarían que si hacia lo que “estaba destinado
que pasase”, nada malo podría llegar hasta donde estaba, pero no todas las
historias tienen un final feliz, ni todos los sueños se hacen realidad.
Un día, a ella le daba igual cual, al fin y al cabo,
cuando un día terminaba venía otro para seguirle, no era importante
distinguirlos, tan solo se levantó como tantas y tantas veces lo había hecho
antes, 17 años llevaba repitiendo la misma rutina, eso son 6.208 días, es
decir, 148.920 horas, Dios sabe los segundos que el sol la había contemplado en
ese mismo sitio al que nunca se cansaba de ir. Cada mañana de verano, se
levantaba, se ponía aquellas zapatillas que su abuela le había regalado, esas
que tenían ovejitas y eran enteras de algodón, se iba arrastrando a la cocina
por el cansancio acumulado tan solo de soñar, desayunaba esos cereales que
parecían galletas en miniatura de chocolate, mientras entreveía esos dibujos
que su hermana la obligaba a soportar día tras día, la quería mucho. Una vez que
su tazón estaba completamente vacío se iba al baño a darse esa ducha en la que,
mientras el agua recorría cada centímetro de su ser, parecía susurrarle “buenos
días” al oído, ella lo agradecía, a veces hasta contestaba un “buenos días a ti
también”, no era una persona más rara que los demás, tan solo sabía apreciar
esas cosas que nadie más era capaz de ver. Fuera hacía frío, si, estaba en
verano, pero aún así, se duchaba con el agua caliente y al salir, había cierto
cambio de temperatura que, a ella, le gustaba experimentar, se vestía siempre
con la misma lentitud, dejando que la ropa la acariciara al ponérsela, a veces
hasta cerraba los ojos pensando que era él.
Se iba a su cuarto y abría un viejo cajón, donde tenía su
más preciado tesoro, una vieja cámara de fotos compacta que tenía los
suficientes mega píxeles como para que en una cara pudieran distinguirse los
rasgos más significativos de la persona, ella creía en que “se podía sacar el
máximo con el mínimo”. Cada mañana, después de repetir esta rutina, salía de
casa con aquella vieja amiga, fotografiaba todo aquello que nadie hubiese fotografiado,
cada detalle imperceptible de aquello que se cruzaba cada día, lo mismo era una
piedra en medio de la carretera y todos los coches acercándose a ella desde la
otra punta de la calzada o los filamentos de nailon que componían las cuerdas
de aquel parque de niños, al lado del que siempre se tumbaba a descansar mientras
el césped, mecido por el viento la acariciaban la cara.
Eran cosas mágicas para ella, cosas que el resto del mundo
no sabría apreciar, porque no todo el mundo salía a la calle con el único propósito
de sacar fotos, y mucho menos de tumbarse en medio de un parque para niños,
para ver como las nubes eran capaces de moverse a miles de kilómetros por encima
de ella, le gustaba ser como era, se consideraba un ser único, no le molestaba
no sentirse comprendida sabía que era joven para eso, tenía mucha vida por
delante para encontrar a alguien que la entendiera tal y como era.
Un día de esos de verano, ocurrió aquello que pensó que a
alguien como ella jamás le iba a ocurrir,
volvió a casa tarde como si en ella nada hubiera cambiado y pensó en
inmortalizar aquello que, al fin y al cabo era algo diferente en su rutina, llegó
a casa, ya había cenado fuera, le gustaba que las pocas estrellas que se podían
observar en el cielo fueran testigos de aquel sándwich de jamón york y queso
que siempre se comía en el mismo banco, después solo tuvo que buscar un
cuaderno, su cuaderno de cosas imposibles, y empezar a escribir:
“Descubrí, que no estaba cambiando, que
no cambié nunca, que no tenía intención de cambiar más adelante. Me quedé allí
tumbada en el suelo, percibiendo como el resto del mundo de movía, mientras yo,
tan solo respiraba inconsciente, me gustaba pasarme allí las horas muertas del
día, admirando como el resto del mundo vivía ocupado, pensando ¿Cómo es posible
que todo el mundo tenga tantas cosas que hacer al mismo tiempo?, aún no le
encontré respuesta a mi propia pregunta. Yo seguía allí, escuchando cada sonido
de tacón, cada respirar acelerado de las personas que andaban con prisa, el
movimiento de la hierba debajo de mí causada por la brisa que aquella tarde me
hacía compañía.
En aquella inmensa soledad, en la que yo sola,
había conseguido sumirme. Noté una presencia, no me estaba tocando, pero sabía
que estaba detrás de mí, dejé que siguiera explorando su alrededor, mientras el
mío menguaba con cada paso que se acercaba a mí. Se movía despacio, no hacía
movimientos que pudieran delatarle. Se sentó a mi lado, lejos, me parecieron
kilómetros, no quería que percibiera su presencia, aunque ya la tenía
interiorizada.
Abrí los ojos. Ahí estaba, no dejaba de mirarme,
lo sé, porque yo tampoco dejaba de mirarle a él. Empezó a temblar cada parte de
mí, sin que yo pudiera ponerle ninguna clase de remedio, empecé a pensar porque
estábamos en aquella extraña situación, mis preguntas, quedaron sin respuesta.
Se estaba acercando, su aroma se fue convirtiendo
en el mío, permanecí boca arriba, hasta que conseguí vislumbrar que él seguía
mis pasos tan fielmente, que terminó en el mismo sitio que yo, solo que unos
centímetros por encima.
No dejaba de mirarme, no me intimidaba, me
gustaba saber que era su centro de atención, al igual que él, era el mío. No
pude aguantar así mucho tiempo, necesitaba más, quería más. Dejé de pensar, mis
ojos se volvieron a cerrar, recortaban distancia de los suyos, el final de su
respiración daba comienzo a la mía, se acerco a buscarme, no tardamos mucho en
encontrarnos. Empecé a sentirle a él, dejé de tener consciencia de lo que hacía.
No soplaba la brisa que me había estado
acompañando aquella tarde, no se oían los tacones, no se oían los pasos, solo escuchaba su respiración, y
la mía. Parecía que nos habíamos sincronizado, que en algún momento dejamos de
ser dos personas y pasamos a ser solo una.
Me dejé caer con suavidad, apenas percibí mi
peso, me sentí como una burbuja flotando en el aire, él me sostuvo, se inclinó
del todo, simplemente me concedía cada capricho que se me iba ocurriendo
pedirle. Aquel día se confirmó que, si el sueño es lo suficiente importante
para la persona que lo sueña, y nunca se da por vencida, se puede cumplir y repetir
tantas veces como ella quiera vivirlos.
Dimos vueltas, muchas vueltas, nadie sabe
cuántas veces despeinamos al césped, ni cuantas más se tendrá que volver a
peinar en nuestra ausencia. Nos costó ponerle fin a aquello que se me antoja
llamar sueño, pero lo mejor aún estaba por llegar. Cogió mi mano, a penas pensó
en el gesto, le salió solo, fue inercia, fue de aquellas cosas que te hacen
pensar.
Estuvimos caminando, las calles aquel día eran
eternas, nunca había visto brillar tanto esta ciudad, no percibía nada, era un
cuerpo inerte que seguía al suyo sin saber muy bien, donde estaba el final de
nuestro camino. Llegamos, no sabría decir donde, pero aquella era la segunda
vista más bonita de aquella noche, la primera iba de mi mano. No tenía
comparación sobra la faz de la tierra.
Soñé tantas veces con ese momento, que cuando lo
estaba viviendo me pareció que estaba en uno de mis sueños, que al abrir los
ojos volvería a mi cama, que aquello nunca llegó a pasar nunca. No sería
decepcionante, sería otra manera de vivir un sueño.
La tarde se despidió de nosotros, la oscuridad
quedó vencida por millones y millones de bombillas que brillaban de mil colores
aquel día, como si todo estuviera pensado para nosotros, como si la balanza
estuviera inclinada a nuestro favor, como si no hubieren más personas en el
mundo y todas estuviesen pensando en nosotros.
Me apretó aún más la mano, una oleada de calor
me recorrió entera, eso fue lo que me hizo saber, que aquel día, no estaba
soñando, que era real, que él estaba allí, conmigo, a mi lado. Deje ver mis
dientes entre mis labios por primera vez en mucho tiempo, al mismo tiempo me
pareció vislumbrar los suyos, aprendimos el poder que tenía una sola sonrisa,
lo que ella producía en una sola persona y todo lo que podía transmitirle a los
demás.
Empezamos a descender de donde nos
encontrábamos, giramos una esquina, una fuerte ráfaga de aire nos empujo en
dirección opuesta a la que nos dirigíamos, me abrazó con fuerza; el aire duró
un instante nada más, lo suficiente como para que dejara de tener calor. Aquel
abrazo duró más que ningún otro que haya recibido antes, fue especial, nos
separamos, él se percató de aquella lágrima, no permitió que llegara al suelo,
su mano la apartó de su trayectoria original, su otra mano se colocó simétrica
a la primera en el otro lado de mi cara, le debí de parecer el ser más débil de
universo; su respuesta a mi pensamiento fue aquel beso que me regalo, mientras
la poca brisa que llegaba, alborotaba mi pelo.
Se me hizo eterno, no quería que terminase,
había soñado demasiadas veces aquello, como para no vivirlo. Nos separamos de
nuevo, su mano soltó a coger la mía y apenas se nos volvió a distinguir.”
Lo había soñado tantas veces con que algo así
pasara, que a veces, de tanto pensarlo, llegaba a casa con la sensación de
haberlo vivido. Es triste, si, pero ella estaba feliz sabiendo que algún día
algo así iba a ocurrirle. Como he dicho antes, no tenía prisa, era una chica
que sabía que cada cosa tiene su momento y que por mucho que quisiera
adelantarlo, cuando tuviera que llegar, llegaría.
No era la primera vez que en aquel diario
escribía cosas así, ya había soñado en aquel parque, más de una situación como
aquella, en realidad ella no lo consideraba como algo malo hacerlo, ella se lo
pasaba muy bien mientras imaginaba todas aquellas cosas reales que en el fondo
no esperaba que pasaran nunca.
Terminó el verano, y con él final del verano, llegó
el otoño y con éste el principio del instituto. Aquel otoño, decidió que tenía
que hacer amigos. Ella no llamaba a nadie así, para ella todos eran compañeros.
No es que le cayesen mal, es que no hacía lo que hacían ellos, era diferente,
su forma de pensar, su forma de vestir…
Ella se esforzó, intentó parecerse todo lo que
pudo a sus compañeros de clase, sin dejar de ser ella misma, digamos que cambio
en todo lo que no la definía como persona y creó de nuevo en ella, todo lo que
no había creado antes, es decir, que sin cambiar, consiguió parecerse de algún
modo a ellos. Podríamos decir que lo consiguió, pero pasó algo que ni siquiera
ella podría haberse imaginado nunca.
Uno de esos días en los que salía, como otros
tantos, del instituto, pasó al lado de un grupo de compañeros, como ella decía,
que la invitaron a quedarse con ellos a hablar de las clases como hacían cada
día. Eso ocurrió un día, y al día siguiente, al siguiente también. Pasaron los
meses, y hablar en la puerta del instituto con aquel grupillo de chicos se convirtió
en su asignatura favorita del día, pasó de no ser nadie en aquella clase a ser
parte de algo.
Al final de año se dio cuenta de algo, puede que
no consiguiera cumplir aquello que un día escribió en su cuaderno de cosas
imposibles, pero consiguió cumplir aquello que creía tan imposible que ni siquiera
se atrevió a escribirlo, había conseguido aquello que nadie creyó nunca que
pudiese lograr. Había conseguido amistad, había conseguido amigos. Desde aquel
día aprendió a ver las cosas grandes de la vida que podía ver todo el mundo,
sin embargo, nunca dejó de ver las pequeñas que sólo ella apreciaba. Ese
cuaderno en el que escribía esas cosas imposibles lo dejó apartado, lo metió en
un cajón y se olvidó de él, en su lugar cogió otro cuaderno, éste estaba en
blanco, solo ella sabe lo que hay en él escrito...
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