Era una noche, cómo otra cualquiera, no tenía por qué haber algo que la diferenciara de las demás, al fin y al cabo el cielo es el mismo y hay las mismas estrellas todos los días aunque no siempre brillen todas. Salíamos de aquel sitio al que nunca quise entrar y a día de hoy sigo sin saber como terminé ahí dentro, contigo.
Llevabas esa camisa que hacía juego con mis zapatos, jamás entendí esa obsesión de las mujeres por hacer eso, pero aquella noche era especial y siempre fui una fanática de la perfección. Caminábamos de la mano por aquella acera mojada, tu y tu mano izquierda en el bolsillo de aquel esmoquin que alquilaste aquella noche y mi otra mano sujetando aquel bolso que mi madre me obligó a llevar. No hablábamos, disfrutábamos de aquel silencio que hasta entonces siempre nos había acompañado. Llegamos a un puente, de esos que tienen luces de colores por las noches para que se reflejen en el agua y quede bonito. Esos diez minutos apoyados en la barandilla no los cambiaría por nada que pueda soñar que viviría más adelante.
Desde que nos dimos de la mano, no había parado de mirar al suelo, me parecía mágica la velocidad a la que se movían las baldosas debajo de mis pies, y cuando subí la mirada y vi aquellas luces reflejadas en el lago fue cuando me di cuenta de que eso no podía ser real, pero sin embargo mi cuerpo no quería despertarse de lo que quisiera que fuese aquello. Subí la vista y te vi. Seguías allí mirando las luces reflejadas en el agua como si yo no te estuviera mirando, hasta que te diste cuenta, te giraste, me miraste, te acercaste y cogiste mi mano, esa misma que habías sostenido antes, pero el bolso se me cayó, y antes de que pudiera reaccionar estabas agachado recogiéndolo. Subiste muy despacio, me mirabas mientras subías, como si fuese la primera vez en toda la noche que me veías con aquel vestido puesto, mis manos terminaron en tu cuello rodeándolo como si no lo hubieran hecho antes. Mis manos se deslizaron por tu cuello hasta terminar en el nudo de tu corbata, estaba tenso, así que me tomé la libertad de aflojarlo, lo aflojé lo justo como para que los tres primeros botones de tu camisa terminaran desabrochados.
Tenía las manos heladas y tu pecho se encargó de que entraran en calor, muy despacio, pero a la vez muy deprisa. Tu corazón bombeaba muy deprisa, parecía que cuando fuese a quitar las manos de donde las tenía iba a sacar tu corazón con ellas. Pero no me dio tiempo a pensar mucho más, cuando me quise dar cuenta tu te acercaste y me diste un beso en la mejilla, aquello fue lo más dulce que me había pasado nunca, tus labios eran como susurros insonorizados que sólo podían sentirse. Me pegué a ti para que me abrazaras, aquella noche era preciosa, pero la brisa estaba con nosotros en todo momento. Mire hacia ti mientras tus brazos me rodeaban y tu ya me estabas mirando, pusiste una mano detrás de mi cabeza con tu dedo gordo por delante de mi oreja y entonces como por arte de mágica dejó de hacer frío, entre tus labios y los míos dejó de haber brisa, aunque mi pelo seguía moviéndose, ya no hacía frío.
Y así, un beso tras otro, en aquel puente mágico, con tu camisa desabrochada, fue como transcurrió toda la noche que nos estuvo mirando desde que pisamos aquella cale mojada
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